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22 noviembre, 2016

Juan José Saer - Nadie nada nunca (1980)


Esta, mi primera, novela de Saer me sorprendió sobre todo con su estilo, hecho de palabras palpables, captó mi atención, mismo que en el inicio no habla de mucho más que la inmovilidad de las cosas durante la siesta, del silencio, del calor de febrero que aplasta, el asfalto que hierve, el vacío de la siesta, la nada - solo interrumpido por el bayo a pastar tranquilo, masticando.- Será el fin del mundo?
Es una novela que comienza en camera lenta-  el calor contiene eso en forma de recuerdo de infancia, para mi y creo que esto es casi universal-, porque esa época para mi está llena de tiempo libre y momentos de observar como los personajes de Saer observan los yuyos del patio y a los bañistas del la playa del Paraná y esto se mezcla con mis recuerdos del Río Uruguay y del Río de la Plata, color caramelo y de las baldosas coloridas del patio a la hora de la siesta.
El Ladeado pide al Gato que le guardara un caballo, el bayo amarillo, porque en la región alguien está asesinando caballos por las noches, por lo tanto, si siente entre las páginas algo de miedo, del mundo del delito y de la violencia, presente, pero aún escondido. Para la población local, ese asesino de caballos es "pura política" para mover tropas o distraer y hasta parece una oportunidad para el comisario local para confirmar su autoridad, hasta que le matan su noble caballo a él. Para los bañistas la vida sigue.
Ese estilo visual parece invitar a dibujar, el campo de visión descrito siempre sigue a alguien, los lectores acompañamos las gotas a caer, semillas del tomate a desprenderse del fruto y empaparse de aceite, ya se me hace agua la boca, el ventilador que gira, la espiral contra los mosquitos se consume y las sábanas quedan cada minuto más pegajosas, húmedas a causa del sudor de la persona que descansa sobre ellas.
No sé como hace Saer para no resultar aburrido, porque es todo el contrario, los acontecimientos son pocos y que se vuelve a ellos desde distintas perspectivas, la novela vive de la repetición y variación, otra vez, pero ligeramente diferente, el narrador sigue a otra persona, y el lector queda muy atento, porque hay esa tensión de lo inminente que facilita la concentración en detalles de la percepción y después hay diferencias decisivos. Así de repente avanza de golpe la historia con mucha información y una riqueza de subtextos. Del pasado al presente, interioridades, lo superficial, el lector y el texto, la política, lo animal y lo humano, todo al mismo tiempo. Saer también sabe transferir de la imagen al texto, del silencio al acontecimiento, explora el sueño, la fantasía, el río que es un limite de algo, a pesar de las lanchas, canoas y personas que lo atraviesan. El agua es ordinario, salvaje, a veces parece una lamina de metal, nítida, se traga la isla en el otro lado, huele a pez muerto y el día siguiente parece el elemento maravilloso rejuvenecedor que regala vida y en el que las cosas no tienen peso.
La bestialidad parece llevar nombre, el comisario se llama Caballo y a un violento personaje del libro que lee el Gato Garay, le dicen el Caballero.
Lo fascinante de este libro además de la composición narrativa es la luz, las sombras, la fragmentación y los colores, las sensaciones.
Será porque el pasado del hombre de la ciudad está enterrado en el campo.
Escrita en plena dictadura, con tantas alusiones, para mi este libro no puede no ser referencia a la violencia, a lo callado, al miedo, a lo que el río silenció. Y no solo el río.
Me encantó. Ahora voy a tener que leer todas las otras novelas que tienen parte en ese universo saeriano.

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