Selva Almada, oriunda de Entre Ríos, escribe muy bien: tiene siempre buenos personajes, grandes paisajes, una nitidez en la descripción de los caracteres, la reproducción del habla y de costumbres locales, un acceso a lo íntimo que su escritura se quedan inconfundible.
Después de leer Chicas muertas (2014) y Ladrilleros (2013), tuve que leer también El viento que arrasa, su (eso creo) primera novela. Se podría acusar que le falta un poco de argumento a la historia. Cuando el escenario está bien montado, se abandona porque ya acaba la novela que uno tiene ganas de seguir durante cien páginas más. Me lo anunciaron así y mi experiencia de lectura lo confirmó. Pero, en todo caso, si bien que podría haber desarrollado más a partir de ahí para satisfacerle mejor al lector, aún así resultó en una buena novela, o novelita. Los dos capítulos finales en que se caen las fachadas a los dos hombres, son deliciosos. Cierra todo. Disfruté la lectura y la recomiendo. Estoy esperando con ansias la próxima entrega de Selva Almada. Entre otras cosas me fascina que escribe desde y sobre el campo, una cosa que se declaró muerto hace anos.
Los personajes que habitan las tierras del Chaco son el Gringo, mecánico de autos en un taller entre los matorrales y la chatarra al lado de la ruta y su hijo, Tapioca. Ahí caen, un Reverendo y su hija Leni, dos personas siempre de viaje, siempre predicando. Mientras el Gringo arregla el auto, el Pastor da sus sermones y los chicos, ambos acostumbrados a estar entre adultos, trabajando o manejando, se conocen. Los jóvenes - los changos - ambos fueron abandonados por las madres y tienen solamente estos adultos como modelos o anti-modelos para formarse. Y no vive solo de descripciones de la naturaleza, tiene un buen ritmo, buenos diálogos, los silencios en el lugar cierto. Es impresionante, por ejemplo, el pasaje del perro que anuncia la tormenta, o como los niños toman responsabilidades como los grandes, o más, porque no tienen como elegir otra cosa.
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